W. R, 1997.
Ayer, mientras
desayunaba, alcancé a ver en Canal
Encuentro la última parte de un programa sobre Vincent Van Gogh; superponían
sus pinturas de Arlés con el paisaje en vivo que el cronista caminaba, al
tiempo que explicaba.
Alguna
vez hice con mi viejo ese mismo recorrido de amarillos, naranjas y verdes
furiosos. En Rousillon compramos pan, lonchas de jamón crudo y unas confituras
de chocolate que comimos gozosos mientras disfrutábamos de la vista multicolor
de los Pirineos, en cuyas canteras de ocre se obtiene un polvo arcilloso utilizado
para fabricar pigmentos. En Arlés nos sentamos en un barcito a tomar café, sobre
la calle por donde Van Gogh subía a su cuarto amarillo o en la que, tal vez,
perdió la oreja en su pelea con Gauguin.
La
imagen de mi padre está fuertemente asociada a la vida, aunque haya muerto. Es
color, olor, sabor. Es pasión por la pintura, la danza, la lectura y las
mujeres. Es su risa del otro lado del teléfono, un legado vital que me hace
ignorar las efemérides lacrimógenas.
Después,
con hijos y padres celebramos el día y la vida en feliz algarabía. El numeroso
encuentro familiar que abundó en ravioles, postres, risas y fútbol, fue una
fiesta de los sentidos que se volvió regalo al recuerdo de mi viejo.
..º..
Patio que ya no existe. La
mojada/ tarde me trae la voz, la voz deseada, / de mi padre que vuelve y que no
ha muerto.
La
lluvia. Jorge Luis Borges