Cuando
yo era chica, solo en las películas o en las series norteamericanas de familias
felices veía matrimonios que decían ‘te amo’ y se besaban
en la boca. No digo que otras parejas no lo hicieran o que mi familia no fuera
feliz, pero esas manifestaciones resultaban ajenas a mi vida cotidiana, austera
hasta para la expresión del amor.
El amor
no se decía, se vivía.
Se
construía en los pequeños detalles y en los grandes sacrificios, tan
imperceptibles y silenciosos que parecían no ocurrir. El mimo y la caricia sellaban
un premio o enhebraban lágrimas para el consuelo en el momento justo, en el instante
preciso y encendían una luz que confirmaba la presencia inamovible de lo que, sabíamos,
estaba ahí.
Siempre
me sentí amada. Mejor dicho, nunca me he planteado la posibilidad de no haberlo
sido a pesar de que aparentemente, mis viejos contradijeron todas las premisas
de la psicología infantil que ahora se aplica.
No
critico aquello (aprendí que el amor trasciende la encarnadura) y no critico
esto (nada se compara con el abrazo perfumado y tibio de un niño), son modos o
modas, distintas maneras de construir vínculos, diferentes lenguajes y signos de
época diseñados para marcar la impronta
de una única palabra.
La que
importa, claro, que es la misma de siempre, pronunciada a viva voz o entre
susurros.
..º..
Así pues, me pregunto si de
veras me incumbe indagar en esos asuntos, si no es problemático poner a
contraluz cada palabra, cada cambio de clima emocional, para observarlos
cuidadosamente.
Diarios.
John Cheever.