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Un día decidí dejar de fumar y dejé.
Así, de una.
Y para probar mi voluntad, el paquete de cigarrillos quedó bien a la vista por un tiempo.
Me gustaba fumar. Fumar era para mí un verdadero placer, como dice el tango. Sé de mujeres que fuman mientras planchan, cocinan y hasta cuando les dan de mamar a sus hijos.
Yo no. Tal vez por mi incapacidad de hacer muchas cosas al mismo tiempo o de abstraer el goce de entre las obligaciones cotidianas.
Me encantaba fumar, el sabor del tabaco en la boca con el gusto del café hacen una pareja extraordinaria; me gustaba sentir cómo el humo entraba en mí y salía dibujando figuras curiosas en el aire.
Era un placer solitario y un disfrute compartido porque en grupo, el cigarrillo es casi como el mate. Se invita, te tienta, se comparte y reparte.
Nunca fumé de mañana.
El primer cigarrillo era mi postre, después de almorzar.
Terminada la comida, me levantaba y buscaba ahí, en ese rincón de la cocina donde el paquete descansaba siempre.
Un día decidí dejar de fumar, y dejé.
Pero el gesto de levantarme a buscar el cigarrillo al rincón de la cocina, me acompañó durante mucho tiempo.
Como cuando murió B. y sin pensar-pensaba comprarle palabras cruzadas.
Creo que los gestos aprendidos tardan más en irse. Las presencias quedan en los gestos.
Por eso tuve cuidado de no pisarla cuando bajé de la cama esta mañana.
··º··
¿Serás, amor, / un largo adiós que no se acaba?/ Vivir, desde el principio, es separarse.
Pedro Salinas