…en mi familia materna siempre alguien se moría.
Las mujeres no terminaban de abandonar sus vestidos negros y mi abuela exteriorizaba su duelo con todos los ritos y ceremonias de la época que entornaba persianas y silenciaba aparatos de radio.
Yo detestaba eso, no quería enterarme que en ese cuarto de la casa chorizo, había muerto una tía adolescente que me heredó el nombre.
No quería que me enviaran a buscar a mi padre y a mi abuelo que jugaban al ajedrez en la sala donde estaba el piano amordazado, de otra tía muerta.
Aborrecía que mi abuela me llevara a la bóveda familiar, como si fuera un buen plan lustrar bronces, cambiar flores, manteles y puntillas almidonadas.
No tenía miedo.
Tenía intriga morbosa por imaginar cómo sería el bebé que había muerto con su madre el día del parto ¿lo estaría abrazando ahí adentro?
¿Mi otra tía estaría tan linda y bronceada como en las fotos tomadas en Mar del Plata pocos días antes de morir?
Como si supiera…decían las viejas.
Todavía puedo sentir el frío de la estancia, el olor a encierro y la diligencia de mi abuela que limpiaba y ordenaba, mientras me contaba quién habitaba cada ataúd.
No, yo no tenía miedo; esa familiaridad con Thánatos le restaba dramatismo y sólo me inspiraba curiosidad y ganas de salir al sol.
La otra rama familiar, por el contrario, parece eternizarse en el tiempo y
mi abuela paterna en cambio, evocaba sus muertos en la suave memoria de la oración, al abrigo silencioso de la fe.
Me crié entre la montaña y el mar, entre la vida y la muerte, entre lo publicado y lo privado.
Entre ambos extremos, el péndulo sigue gravitando y buscando respuestas.
..º..
Mi madre habría decorados las tumbas de la familia con acianos y margaritas.
Diarios. John Cheever