16 de junio de 2014

El Gran Père

W. R, 1997.


Ayer, mientras desayunaba, alcancé a ver  en Canal Encuentro la última parte de un programa sobre Vincent Van Gogh; superponían sus pinturas de Arlés con el paisaje en vivo que el cronista caminaba, al tiempo que explicaba.
Alguna vez hice con mi viejo ese mismo recorrido de amarillos, naranjas y verdes furiosos. En Rousillon compramos pan, lonchas de jamón crudo y unas confituras de chocolate que comimos gozosos mientras disfrutábamos de la vista multicolor de los Pirineos, en cuyas canteras de ocre se obtiene un polvo arcilloso utilizado para fabricar pigmentos. En Arlés nos sentamos en un barcito a tomar café, sobre la calle por donde Van Gogh subía a su cuarto amarillo o en la que, tal vez, perdió la oreja en su pelea con Gauguin.
La imagen de mi padre está fuertemente asociada a la vida, aunque haya muerto. Es color, olor, sabor. Es pasión por la pintura, la danza, la lectura y las mujeres. Es su risa del otro lado del teléfono, un legado vital que me hace ignorar las efemérides lacrimógenas.

Después, con hijos y padres celebramos el día y la vida en feliz algarabía. El numeroso encuentro familiar que abundó en ravioles, postres, risas y fútbol, fue una fiesta de los sentidos que se volvió regalo al recuerdo de mi viejo.

..º..

Patio que ya no existe. La mojada/ tarde me trae la voz, la voz deseada, / de mi padre que vuelve y que no ha muerto.
La lluvia. Jorge Luis Borges