Una fiesta infantil de cumpleaños, con animadores, globos, pelotero, juegos electrónicos, música fuerte y el intento de una conversación entre adultos me distrajo lo suficiente como para casi olvidar el incidente. Cuando volvíamos a casa y en vista del tamaño que el dedo iba adquiriendo, R. sugirió ir a la clínica, invitación que decliné con un ‘naaaaaaaa’.
Por la noche, la hinchazón tomó un color azulado y el dedo estrangulado por el anillo estaba lo suficientemente feo y dolorido como para que decidiera atenderme.
Dada la hora, entré por guardia y después de las preguntas de rigor comenzó la lucha.
R. había tenido la precaución de llevar un alicate, pero los intentos de meter la herramienta por debajo del anillo fueron tan vanos como dolorosos.
El médico probó varias veces y no pudo, le pasó el alicate a R. que tiene más fuerza, y tampoco pudo.
Mi caso le puso un poco de ritmo chévere al sopor de la guardia y la situación era verdaderamente cómica porque medio mundo se arremolinó alrededor de mi dedo, no sé si por diversión o interés profesional.
Dos médicos varones y dos mujeres (una de las cuales, la pelirroja, me preguntó ¡¡si había probado con vaselina!!) intentaron vanamente liberarme del anillo para poder hacer una placa y abortados los intentos, que a esa altura habían dejado el dedo en peores condiciones, llamaron, por fin, a un especialista.
El tipo más bien bajo, canoso y de contextura pequeña, estudió la situación con la tranquilidad que da el oficio, pidió que me sostuvieran la mano y encarando por el ángulo contrario, desde arriba, quiero decir, quebró la dura alianza con un crac que celebramos con una algarabía propia de mineros chilenos rescatados.
El resto de la historia no importa demasiado. Sin fractura, con el dedo entablillado y antiinflamatorios, la cosa seguirá su curso.
¿El especialista?
Ah, sí, debería averiguar el nombre del eficiente empleado de mantenimiento para agradecer a la clínica la buena atención de sus profesionales.