
Hay días buenos, hay días malos y... hay días.
Los días son buenos cuando encontrás plata que habías olvidado en una cartera que dejaste de usar por un tiempo, cuando alguien te dice “¡estás más flaca!”, cuando te atienden rápido en una oficina pública, cuando podés tomar sol sin apuro, cuando llega el llamado que esperabas, cuando con apenas una pasada de cepillo y brillo en los labios te ves bien en el espejo, cuando por fin te devuelven aquel libro, cuando sentís que todo sale bien porque no importa si algo sale mal.
Los días son malos cuando te dejan plantada, cuando aparecen visitas inoportunas, cuando te eternizan en una sala de espera, cuando estás ovulando, cuando cerraste el auto y olvidaste las llaves adentro, cuando descubrís que te mintieron, cuando vas por algo dulce y encontrás la caja vacía en la heladera, cuando te ganan de mano en una liquidación, cuando se te cae la azucarera al piso, cuando sentís que todo sale mal y no te das cuenta si algo sale bien.
Y después están los otros días, los que no son ni buenos ni malos porque no depende de alegrías o tragedias cotidianas.
Son días extraños e inciertos que acarrean una persistente insatisfacción cercana al mal humor o a la impaciencia. Días en que dan ganas de salir corriendo sin moverse del lugar, que se siente como humo adentro del cuerpo y el cuerpo ausente. Días que no acontecen afuera sino que se batallan por dentro contra un enemigo sin cabeza.
Hoy es uno de esos días
No sé cuál es la cara que me mira/ cuando miro la cara del espejo […] Pienso que si pudiera ver mi cara/ sabría quién soy en esta tarde rara.
Un ciego. Jorge Luis Borges
Hoy es uno de esos días
No sé cuál es la cara que me mira/ cuando miro la cara del espejo […] Pienso que si pudiera ver mi cara/ sabría quién soy en esta tarde rara.
Un ciego. Jorge Luis Borges