
Tenía terror de morir a mitad de semana si había faltado a misa el domingo, entonces apuraba la confesión que olía a madera y saliva y como me parecía flaca la lista, rebuscaba en mi conciencia algunas otras faltas que justificaran la penitencia.
No recuerdo la ceremonia de mi primera comunión, recuerdo sí la sesión de fotos y los retos de mi madre por negarme a adoptar ciertas poses y gestos que me parecían ridículos.
Hoy veo que tenía razón. Yo.
El vestido blanco, los zapatos blancos, los guantes blancos y un catecismo aprendido de memoria.
(¿Dónde está Dios? Diosestáenelcieloenlatierrayentodolugar.
¿Dios lo ve todo? Dioslovetodoaúnnuestrospensamientos.)
Pero yo le temía más a mi madre que sí parecía leer mis pensamientos y estar en todo lugar.
Era severa e inflexible.
Entendí, ya grande, que su amor se traducía en gestos cotidianos, en el orgullo exhibicionista de nuestra apariencia impecable y en la pesada tarea de mantener el equilibrio que mi viejo desbarataba con pases de ilusionista.
Después, crecer y desaprender el catecismo.
Eludir la mirada de mi madre y la de Dios, que no me preocupaba en absoluto.
Cumplir con la misa dominical y volver poco antes de que den las diez.
Y adulta
que los guantes blancos se suicidan con la primera falta
y que resulta más fácil tocar la conciencia con las manos desnudas.
..º..
Voy a la iglesia el Domingo de Ramos y los ojos se me llenan de lágrimas. Creo que mis lágrimas son obscenas. Lloro con las carreras de caballos y los chistes verdes con tanta facilidad como en Semana Santa.
Diarios. John Cheever